Trato de imaginarme a Franz Schubert aquí en pleno mediodía, minutos después de bajar un moro de guandules, "epaguete", dos trozos de plátano y un par de tajadas de aguacate; sudando como un potro en medio de un calor que manda madre; matando mosquitos como un desesperado; aguantando un apagón en plena siesta; que se fue el agua y hay que bañarse con un jarrito "y una sola cubeta, Franz, porque hay que economizar el agua"; que llegó el recibo de la luz "¡y mira, Franz, esta vaina!"; que el Ayuntamiento se olvidó de recoger la basura y ahí está el mosquerío por todas partes; que se enfermó uno de los muchachos y la receta, Franz, no hay quien la aguante; que el casero dice que va a aumentar la renta, Franz, porque él también quiere comer con grasa; que acaba de llegar la cuenta del teléfono "¿y quién carajos, Franz, es que habla tanto?"; que el dinero no alcanza y "mira a ver, Franz, si en la Sinfónica te aumentan algo, o busca un picoteo con un combo, a ver si para las navidades nos nivelamos". (No. Definitivamente no. Bajo tales condiciones no es verdad que mi querido Franz hubiera podido crear la Sinfonía No. 9 y el ballet Rosamunda, que acabo de escuchar para escapar del aburrimiento que me provoca la machacona rutina fondomonetarista).
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