"Nunca sentí piedad por un torero, y hasta pensé a veces que era buena su muerte por el pobre toro traicionado" Juan Ramón Jiménez, poeta español. Premio Nobel 1958.
Toda mi vida respeté la tauromaquia y las corridas de toros. Quizás influenciado por Julio Iglesias, el Puma o Chayanne, lo entendía como una tradición española de intrepidez y coraje, de la cual había que priorizar su impacto cultural. Ese pensamiento me duró hasta el año pasado.
A distancia solo conocemos la valentía, las imágenes pausadas, los estribillos de las canciones, los reflejos y la elegancia del torero frente al peligro. El asestar de muerte a la bestia que va por él. El triunfo de la humanidad frente a lo animal. De la vida frente a la adversidad.
Todo hasta que lo vi. Pagué unos 15 euros junto a unos amigos por ir a la Plaza de Toros de Pamplona. A casa llena vi a la gente acudir alegres de blanco y rojo con sus destilados favoritos de acompañante. La vista de la Plaza era majestuosa desde cualquier rincón, sus colores y las energías preparaban al turista de forma positiva. Motivación no nos faltaba.
Después de ciertos rituales de presentación, en el que los participantes saludaban al palco de honor, al presidente y le daban una vuelta de reconocimiento a la plaza, comenzaba el "espectáculo".
La contienda se realizó en tres fases. En la primera fase intervino un torero a caballo bien protegido, cuyo objetivo fue picar al toro con una puya de acero sólo sobre la parte superior del cuello. Con esto le provocó heridas ligeras aunque sangrantes al toro, que hicieron que este agachase la cabeza y estuviese un poco desconcertado para lo que venía.
La segunda fase trató la entrada de varios toreros secundarios (o banderilleros), cuyo trabajo era introducir banderillas de colores sobre el lomo del toro. Estas banderillas tienen en la punta un arpón de acero cortante y punzante. Estos toreros salieron por toda la circunferencia provocando al animal con sus mantas mientras le clavaban las banderillas, algunos se iban corriendo entre tanto otros volvían a distraer el animal con los pedazos de tela. Este ejercicio se repitió varias veces con los toreros secundarios. Así lo fueron debilitando, quedando cada vez más herido.
Es entonces cuando el toro pasó enfrentar a su gran adversario final. Hizo su entrada el Torero matador, el principal, elegante y dominante. Si los otros le corrieron al toro este no lo hizo. Se le acercó, lo tocó, se le puso de rodilla, ofreció más espectáculo, más riesgo, más burla ante el animal, que estaba también más debilitado. El enterrarle banderillas no cesó hasta que ya sin fuerzas el Matador le clavó el estoque final y lo mató.
Entre vítores y aplausos el toro caído fue entonces amarrado y arrastrado por toda la plaza y el torero celebrado. Constituyéndose este en uno de los espectáculos más vergonzosos y cobardes que he visto, ya que ni un retiro digno se le dio al animal.
En la cercanía lo que un día vi como elegancia me pareció maltrato y burla, lo que me lucía como valentía se reveló como temeridad y cobardía, mientras que la alegría que percibí del público ahora me lucía como un delirio primitivo de las masas.
Ni mis amigos y yo logramos controlar la cólera ese día, no pudiendo completar la agenda de la corrida. Desde ese día nos declaramos partidarios los tres de detener esa humillación desigual y sin propósito. Nuestra indignación nos hizo empatizar por el toro, en lo personal hasta pedí concentración para que el animal se llevara de una buena vez al bufón final que lo mataba sin sentido. En una casi lo logra.
Tanto la reacción del público de celebrar ese abuso como la reacción nuestra a favorecer al toro, nos lleva a preguntarnos si realmente triunfaba la humanidad o lo animal. Nos lleva a interrogarnos ¿Qué es la cultura? y ¿cuál de sus acepciones tenemos el deber de promover? ¿Es esta cualquier tradición de un pueblo o se trata de algo más? Algo superior. Algo como un instrumento mediante el cual desarrollamos la inteligencia, los valores y el pensamiento complejo.
En estas semanas donde se hace público el anuncio por parte del Ministerio de Agricultura de utilizar fondos públicos para construir en el Seibo una Plaza de Toros en el país, he vuelto a pensar en esto gracias a uno de mis amigos que estuvo presente.
A pesar de que el recuento de nuestra experiencia no es el que sucede en las corridas de El Seibo, donde el toreo no implica matar al toro sino cansarlo, se hace válido reiterar lo inhumano que pueden resultar estas prácticas. Lo fácil que es transgredido los límites. Se hace válido también citarles que existe la ley núm. 248-12 que tiene como objetivo erradicar todo tipo de maltrato y actos crueles contra los animales que los martiricen o molesten. Dicha ley prohíbe y considera como crueldad en su art. 61 el “Maltratar a un animal de forma alevosa, por maldad, brutalidad, egoísmo y satisfacción”. Es entonces acaso algo más que una crueldad la corrida de toros?
De igual modo vale preguntarse, ¿Cuál es la necesidad de forzar una tradición menguada y a todas luces ilegal en el país con fondos públicos? ¿Qué buscamos con incentivar esta disciplina? ¿Qué tipo de cultura deseamos proponer? ¿Qué valores se desarrollarán con ella? La sociedad parece perdona todo en tanto entretenga y rinda beneficios económicos, pero nosotros tenemos la responsabilidad de fomentar aquello que enriquezca nuestro país y de rechazar lo que contamina.
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