“Mientras
el pasado tenga que ser descrito como algo digno de ser imitado, como imitable
y posible por segunda vez, corre el peligro de ser retorcido un poco, de ser
embellecido y así aproximado a la libre invención” F. Nietzsche
En un pasado artículo “Que hacemos con los políticos muertos?” escribí sobre como los cultos funerarios han sido útiles para consolidar liderazgos. Allí donde un líder muerto es celebrado, hay usualmente un oportunista sacando ventaja de la situación. Mencioné casos relativos al siglo XX en el país (Trujillo, Balaguer y Desiderio). Sin embargo, salté el fundacional criollo que es el del padre de la patria, Juan Pablo Duarte. Y aquí quiero felicitar al padre Pablo Mella por su gran obra “Los espejos de Duarte” que me ha facilitado la comprensión.
La historia del Duarte organizador y figura prístina para nuestra identidad, no debe contarse sin las circunstancias que lo rodearon. Duarte fue uno de los principales actores políticos que se organizaron para conseguir la independencia del país.
Para hacerlo posible había que promover y aprovechar el momento preciso de crisis en Haití, agenciarse el apoyo de los Hateros (Pedro Santana), de la pequeña burguesía y el batallón de los morenos 31 y 32, de lo contrario era insostenible la idea de país después del 27 de febrero. La confluencia de estos factores dan pie a la República, sin ellos hubiese sido otro Núñez de Cáceres u otro Ciriaco Ramírez, es decir no más que un intento. Eran tantos actores y tan disímiles intereses, que Duarte no lograría asumir la presidencia y desarrollar su visión. Fue una amenaza para el poder real y resultaría exiliado debido a eso.
Después de 1844 el General Duarte fue a
vivir a Venezuela y no regresaría por muchos años, la vida del pequeño país
seguiría. Sus años venezolanos son oscuros, la versión clásica nos dice que
sufrió el exilio en la pobreza, mientras otra nos dice que vivía bien
codeándose entre la clase alta de Venezuela. Duarte moriría en el olvido y allí
permanecería por décadas hasta llegado el año de 1884.
Para ese entonces, Ulises Hereaux
presidía el país y su opositor político era su antecesor Fernando Arturo de
Meriño. Para realzar su figura en la nación y devaluar la de Lilís, Meriño
aprovecha el retorno de los huesos de Duarte al país. Y desde la Iglesia y la
intelectualidad promovería la figura de Duarte para consolidar una narrativa
histórica que le favoreciera. En ella Lilís se asemeja a Pedro Santana y Meriño
a Duarte. Esto desde el aspecto ideológico, racial y hasta como el pueblo le
había reciprocado sus sacrificios. Tan lejos llegó Meriño en su afán, que se
jactó públicamente de tener un amuleto que antes le pertenecía a Duarte y era
su más preciada prenda, buscando fortalecer la vinculación en el imaginario
colectivo.
Fue a partir de allí que se rescató la
memoria de Duarte. Y a la que dependiendo del historiador y el momento fueron
agregándosele espejos (como dice Pablo Mella) o ilusiones nuevas. Ejemplos de
estos son: El Duarte sacrificado que no quiso ser Presidente, el Duarte que no
era militar (como Lilís) sino ciudadano (como Meriño), el Duarte-empresario, y
en algunos casos peligrosos por su desproporción y vigencia como el Duarte
anti-haitiano o el Duarte-Cristo-Mesías de Balaguer, Meriño y Alfau Duran. Todos
manipulados para servir distintas agendas.
¿Quiénes entonces serían los encargados
de recordar décadas después la historia de Duarte? Su hermana y su mejor amigo
(Serra) fueron conminados por Meriño a hacer Apuntes de lo que recordaban. Y a
pesar de que la cercanía prometía una parcialidad clara, sus textos no han sido
cuestionados críticamente sino asumidos y hasta corregidos. Cabe imaginarse que
tan distinta seria la historia de un Trujillo si su hermana y uno de sus
mejores amigos fueran los encargados de relatarla 4 décadas después de su
salida y olvido.
A Mella, Santana y Sánchez se le pueden
criticar sus impurezas, porque estaban en la faena diaria, donde había que
definirse. Por lo que de ellos solo Duarte podía ser reescrito y
remodelado, y lo fue. Era perfecto para esto por su sacrificio temprano y
posterior distanciamiento de los problemas diarios de la vida republicana. En
los últimos 40 años de historia no se había agenciado un enemigo nuevo. Pocos
datos fueron los registrados de una Trinitaria que apenas duró par de años y de
una Filantrópica comprometida pero no masiva.
Y aunque no podemos menospreciar estas
organizaciones en sus roles de comunicación, imprenta y la cultura de
construcción de la identidad, magnificarlos también puede ser fallido, porque
ignoraría los aportes de otros grupos igual de determinantes para la
independencia.
A Duarte le despojaron su condición de
General de la cual se enorgulleció hasta su muerte. A Duarte le despojaron de
su intentona Presidencial por la cual se ganaría el honroso exilio. Lo
volvieron más sacrificado, más triste, más católico, más santo. Y lo
reconstruyeron amigos, familiares y algunos políticos que se valoraban con su
relato.
Sin embargo, Duarte no necesita que lo
pongan más alto y lejano. “Su valía intelectual no era nada extraordinaria, no
puede ser considerado un pensador… (pero) reveló una grandeza moral inaccesible
y una lealtad permanente a su credo liberal-romántico y nacionalista” diría
Juan Isidro Jiménez Grullón. Y eso junto a su rol de organizador
independentista es más que suficiente para recordarlo.
Por lo que la próxima vez que le hablen
de un Duarte (u otro político muerto) inmaculado y monumental, alerta que
quizás alguien le está construyendo un espejo de la historia para sacar
provecho y manipularle en el trayecto.
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